viernes, 24 de diciembre de 2021

Feliz Navidad cantaba José Feliciano.

Escribo esto porque me quedó mal sabor de boca con el escrito de ayer. Yo no soy así, yo soy positivo y en el fondo, muy en el fondo, creo en el ser humano, pero a veces te afecta ver tanto gilipollas pululando por ahí. Yo sé que no tienen la culpa ellos porque el coco no les da para más. Pero es Navidad uno tiene que ser condescendiente con el prójimo. Pienso que las navidades es uno de los inventos más bonitos del ser humano, aunque no sean bonitas para todo el mundo. Pero es lo que hay, porque la vida es como una lotería: naces donde naces. ¿Por qué uno nace ciego y el otro con una vista de lince? Eso nunca lo sabremos, o quizá sí cuando vayamos al Cielo, si es que existe. Esta noche yo voy a cenar con mi familia pero no puedo olvidar que hay gente que no tiene familia ni amigos ni comida, y eso me amarga. Pero quiero ser positivo y pensar que un día esa gente podrás celebrar la Navidad como yo. Nadie me hará perder el espíritu de la Navidad, ni si quiera la mierda del coronavirus. Ahora mismo, escribiendo esto en mi despacho y oyendo de fondo preciosas canciones de Navidad que salen de un pequeño aparato redondo llamado Alexa, que es de Beatriz, me acuerdo de unas navidades de mi juventud, cuando trabajaba de repartidor en la imprenta de mi primo Tolo, conduciendo una furgoneta 2 caballos. Aquella Navidad no se dejaba de oír en la radio una canción de un tal José Feliciano, para más señas: ciego de nacimiento. Se llamaba Feliz Navidad. Cuando llegaba noviembre saltaba la barrera de la estación del tren de Soller y cogía musgo de un bonito color verde para mi belén. Mis padres no eran demasiado forófos de estas fiestas, pero yo sí. Yo montaba un gran belén en mi refugio; un altillo que había mandado construir mi padre para mí encima de mi habitación. Por ahí pasaban todos mis amigos a ver la maravilla de belén. Con el tiempo dejé de hacer el belén y me pasé al árbol de Navidad y el Papa Nöel. Sí, las navidades siempre han sido importantes para mí. Me hubieran gustado nevadas, pero nací en Mallorca. Solo he pasado unas blancas en mi vida, las más bonitas que recuerdo, y fue haciendo mi primera gira teatral como actor, precisamente donde conocí a la mujer de mi vida: la ingenua e irrepetible Beatriz Barón. Fue en Logroño. Tal día como hoy a esta hora estaba bebiendo cava con el actor Juan Velilla, haciendo tiempo para la cena que había organizado la Compañía. A las 9 cenamos en una sala privada del Gran Hotel donde estábamos hospedados las estrellas y el empresario (desgraciadamente en el teatro también hay clases. Los técnicos y los actores con pequeños papeles estaban en una pensión.). Después de la cena bebimos y bailamos hasta las dos más o menos. En un momento me fui al baño y crucé el enorme hall que parecía sacado de los años 40 y, de repente, vi a Beatriz Barón sentada en un sillón fumando. Estaba sola. Nuestras relaciones fueron malas desde el principio de la gira. Sin pensármelo me acerqué a ella y nos quedamos mirando unos segundos en silencio. Estaba preciosa con una especie de túnica blanca que dejaba ver sus largas y preciosas piernas. Parecía un ángel. Tengo un regalo en mi cuarto para ti, le dije.