En la época que conocí a
Camilo Sesto vivíamos en Madrid, en la plaza del Mercado de San Miguel, cuando
aún no se había hecho la transformación de ahora. En la misma plaza vivía un músico
en un sótano (en Madrid es muy habitual vivir en sótanos de edificios) del
edificio pegado al nuestro. Su casa era un estudio de música y conocía mucho a
Camilo. Un día, tomando unas cervezas en el bar de encima de su casa, me dijo
que Camilo quería producir algo de teatro. Enseguida le ofrecí Esta noche hay
que matar a Franco, que no hacía ni un mes la había editado una editorial
valenciana. Al cabo de una semana volví a tomar una cerveza con el músico, que
se llamaba Julián. Me dijo que a Camilo le había encantado la función y que
quería hablar conmigo. Nos invitaba a cenar al día siguiente. Y así lo hicimos.
Camilio vivía en una urbanización de lujo a unos veinte kilómetros de Madrid
(no recuerdo ni el nombre de la urbanización ni la zona). Nos recibió un chico guapo,
de unos treinta años que perdía aceite por todo. Nos hizo pasar a un salón que
era más grande que mi casa entera. Allí nos esperaba otro chico guapo, que por
lo visto era familiar de Camilo. También perdía aceite. Nos sirvieron una copa
de vino blanco y a los diez minutos apareció Camilo Sesto en persona. Vestía
pantalón y túnica blancos. Era una especie de mujer que interpretaba el papel
de hombre, más o menos. Simpático, agradable, educado, tuvo la delicadeza de
enseñarme su dormitorio, un espacio de unos veinte metros cuadrados lleno de
espejos, inclusive el techo. Era impresionante. En mi vida había visto nada
parecido. La puerta del baño también era un espejo. Luego volvimos al salón
donde ya estaba la comida encima de una gran mesa de cristal. Era una bandeja
de marisco frío y nada más. A mí y a Julián nos encantaba el marisco y nos
pusimos morados. Durante toda la cena Camilo no dejo de hablar de él mismo, de sus
éxitos en el mundo, sus discos, sus fans, y así más de una hora, Los dos chicos,
que no sabían comer marisco, prácticamente no abrieron la boca. Luego pasamos
de nuevo al salón y nos hizo sentar en el sofá, delante de un enorme televisor
y un equipo de música impresionante, con dos bafles más altos que una mesa
normal. Y allí ocurrió algo que nunca olvidaré en mi vida. Algo que supongo que
pocas personas pueden decir que lo han vivido. No sé si fue porque yo era un
tipo atractivo y me quería follar, o porque era director de cine y teatro, no
lo sé, pero fue alucinante. Puso el aparato de música en marcha y empezó a
oírse Jesucristo Superstar a todo volumen. Y, de repente, empezó a cantar. Creí
que se rompería todo lo que fuera cristal, pero no fue así. Sentado en el sofá
con Julián, me trague todo el musical entero de Jesucristo Superstar, oyendo
cantar en vivo y en directo a Camilo Sexto. No era play back, era su auténtica
voz. Los demás cantantes estaban grabados. Increíble. Después de casi dos horas
al borde de la locura, terminó el espectáculo y aplaudimos. Volvió el silencio
y dijo Camilo sentándose en su sofá como si nada hubiera ocurrido: “A ver, cuéntame
cómo quiere montar tu maravillosa obra de teatro, Martín.” Le conté lo que pude
y como pude. Me contesto: “Lo daré a mis asesores para que estudien tu
propuesta y llamaré a Julián.” Se levantó y se despidió de nosotros, que
volvimos a Madrid en silencio sin creernos lo que nos había pasado. A Julián
nunca más le llamó, al menos que yo sepa, el asunto se fue olvidando como
tantas y tantas cosas se olvidan en Madrid del espectáculo. A pesar de todo tengo un buen recuerdo de él, se portó como un señor y un inconmensurable cantante.