Para muchos millones de españoles las navidades de 1975 fueron las más felices de su vida porque había muerto el dictador enano y de voz aflautada, como lo llamaba mi padre. Entonces tenía yo 23 años y me importaba un huevo Franco y los que le seguían. En ese momento estaba leyendo “Hombre rico, hombre pobre” de Irwin Shaw, un escritor interesante del que ya había leído “El baile de los malditos”. Luis Garrido Saiz, mi padre, despotricó toda la vida de Franco porque decía que era un hijo de puta que fusiló a media España por no pensar como él. Nació en Cuenca y a los 17 años se afilió a la FAI (partido anarquista), porque era un anticonformista, actitud que le ocasionó algunos problemas, sobre todo a su padre, mi abuelo, que tenía que pagar multas de 50 pesetas (una pequeña fortuna para la época), la mayoría por no querer cantar “Cara al Sol”, como se solía hacer en cualquier acto. Al estallar la guerra mi padre no dudó en alistarse en el bando republicano y fue destinado a un cuartel de Madrid a hacer prácticas. Allí pasó tres meses preparándose para ir a primera línea, que sería Toledo. Pero allí no pegó tiros porque un sargento amigo de su padre lo colocó en retaguardia. A los seis meses lo trasladaron a Castilla donde lo cogieron preso junto con otros compañeros. Pasó una semana en el sótano del ayuntamiento (no se acuerda del nombre) de un pueblo a base de pan y agua. El lunes por la noche los llevaron detrás de la iglesia para fusilarlos. Pero otra vez le sonrió la suerte y un capitán, hijo del dueño de una granja de vacas, que normalmente contrataba los carros de Eleuterio (padre de Luis y mi abuelo), se lo llevó al ayuntamiento donde pasó dos noches en el sótano vacío. A la tercera noche dos soldados lo fueron a buscar y lo metieron en una camioneta para dejarlo en medio del bosque. Le dieron un pan, tocino, queso y vino. Al cabo de tres días caminando campo a través se reincorporó a una compañía de republicanos que iban hacia el Ebro. Pero él nunca llega al Ebro porque se unió a una compañía de anarquistas que se cruzaron. Durante el año siguiente estuvo haciendo la guerra (como se suele decir) de un lado a otro, de pueblo en pueblo, que más que guerra era sobrevivir esperando que terminara aquel conflicto. En un encontronazo con un grupo de nacionales el sargento de su compañía fue abatido y le nombraron sargento a él, que ya era cabo primera. Pocas semanas después su compañía se unió a otra republicana, en la que no había muy buen ambiente. El único capitán que quedaba ascendió a mi padre a teniente. Los nacionales cercaban cada vez más a los republicanos y ellos lo sabían. Por eso, después de tres meses huyendo hacia ninguna parte, e intuyendo que aquello se terminaba, la compañía se disolvió. Mi padre volvió a Cuenca, pero el mismo día de su llegada, mi abuelo lo acompañó por la noche al bosque para que se fuera, que en el pueblo, por haber sido de la FAI, lo meterían en prisión o lo fusilarían sin juicio alguno. Mi padre se fue a Barcelona con un papel en el bolsillo en el que había escrito el nombre de un familiar que trabajaba de enfermero en el Hospital Clínic. Él le ayudaría a escapara Francia. Se fue caminando por bosques y campos hasta que se subió a un tren de mercancías que lo llevó a Barcelona. En la Ciudad Condal todo el mundo huía por la inminente llegada de los nacionales a la ciudad. Era un caos. Mi padre consiguió llegar al hospital pero el familiar ya había huido. Una enfermera le dijo que lo más práctico era irse a la Estación de Francia e intentar subirse en algún tren. Así lo hizo, y después de tres días y tres noches durmiendo en un banco de la estación, consiguió subir a un tren que lo llevaría a Francia. Allí ya los esperaba el ejército francés para meterlos en el campo de refugiados Argeles, que no era un campo de exterminio pero si se moría la gente de hambre y de enfermedades. No había ni lavabos, la gente meaba y defecaba en la playa. Aquello era un infierno, contaba mi padre. Cada día se moría gente de enfermedad o hambre. Y nadie escapaba porque no había a dónde ir. A los dos meses de sobrevivir en el campo de refugiados se apuntó a la JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles), y al ser teniente, le dieron la opción de subirse a un barco que iba a México. A mi padre no le fue bien y optó por cruzar los Pirineos con un grupo de oficiales republicanos. JARE les facilitó la salida de Argeles. Tardaron tres semanas en pisar España, y en el transcurso del camino murieron dos compañeros. Mi padre volvió a Cuenca gracias a los trenes de mercancías. De nuevo en Cuenca, ya tomada por los nacionales, mi padre pasó encerrado en las caballerizas de mi abuelo un mese por miedo a las represalias que se estaban cometiendo en el pueblo. Encarcelaban o fusilaban a todos los rojos, como decían ellos. Mi abuelo, a pesar de ser carretero, tenía muy buenas amistades en el pueblo ya que trabajaba con sus tres carros para ellos. Era un hombre apolítico y muy recto al que sus hijos lo trataban de usted, y en Cuenca era respetado por todos. Una de esas amistades era el alcalde del ayuntamiento, falangista para más señas. El hombre le aconsejó a mi abuelo, que Luis, su hijo, se entregara antes de que fueran a buscarlo para fusilarlo. El alcalde le haría un salvoconducto para que no le pasara nada. Mi abuelo aceptó. El mismo día que tuvo el salvoconducto mi padre se marchó en tren a la capital. Y en la capital se presento en un Ministerio (no recuerda cual) y preguntó por la persona que le había dicho el alcalde. No hubo ningún problema y en dos días tenía los papeles arreglados y empezaba de nuevo el servicio militar destinado en Mallorca que duraría tres años. Mi padre fue un pequeño empresario y tuvo empleados, pero nunca dejó de ser republicano, defendió los derechos humanos, y no dejó de despotricar contra Franco.
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